Francisco de Cuéllar "La Carta"

(De la villa de Anvers, 4 de Octubre de 1589 año)


Parte 2

Los enemigos y salvajes que estaban en tierra desnudando á los que podían salir nadando, no me tocaron ni llegaron á mí, por verme como he dicho, las piernas y manos y los calzones de lienzo llenos de sangre, y así me fuí poco á poco andando lo que pude y topando muchos españoles desnudos en cueros, sin ningún género de ropa sobre; sí, tentando de frió, que le hacía cruel, y en esto me anocheció en despoblado y me fué forzoso echarme sobre unos juncos en el campo con harto dolor que conmigo tenía, y luégo se llegó á mí un caballero muy gentil mozo, en cueros, y venía, tan espantado, que no podía hablar ni áun decirme quién era, y á este tiempo, que serian las nuevo de la noche, ya el viento era calma y la mar se iba sosegando.

Yo estaba á la sazón hecho una sopa de agua, muriendo do dolor y de hambre, sino cuando vienen dos, (uno armado y el otro con una gran hacha de hierro en las manos, y llegáronse á mí y al otro que conmigo estaba, que callamos como si no hubiéramos mal alguno, y ellos se dolieron de vernos, y sin hablarnos palabra cortaron muchos juncos y heno, nos cubrieron muy bien y luego se fueron á la marina á descorchar y romper arcas, y lo que hallaban, á lo cual acudieron más de 2.000 salvajes y ingleses que había en algunos presidios por allí cerca, y procurando reposar un poco empecé á dormir, y al mejor sueño, como á la una de la noche, despertóme un gran ruido de gente de á caballo, que serian más de 200, que iba al saco y destrozo de las naos; yo volví á llamar á mi compañero por ver si dormía, y hállele muerto, que me dio harta pesadumbre y lástima. Supe después que era hombre principal: allí se quedó en el campo con más de otros seiscientos cuerpos que echó la mar fuera, y se los comían cuervos y lobos sin que hubiese quien diese sepultura á ninguno, ni aun al pobre D. Diego Enriquez, y venido el dia empecé á andar poco á poco en busca de un monasterio de monjes para me reparar en él como pudiese, al cual llegué con harta tribulación y pena, y le hallé despoblado y la iglesia y santos quemados, y todo destruido, y doce españoles ahorcados dentro de la iglesia por mano de los luteranos ingleses que en nuestra busca andaban para nos acabar á todos los que nos habíamos escapado de la fortuna de la mar, y todos los frailes huidos á los montes con temor de los enemigos que también los sacrificaran si los cogieran, como lo acostumbraban hacer, no dejándoles templo ni ermita en pié, porque todas las han derribado y hecho abrevadero de vacas y puercos, y porque V. m. se ocupe un poco después de comer, como por vía de entretenimiento en leer esta carta, que casi parecerá sacada de algún libro de caballerías, la escribo tan larga para que V. m. vea en los lances y trabajos que me he visto.

Abadía de Staad

Pues como no hallase persona en dicho monasterio, más de los españoles ahorcados dentro, de las rejas de la iglesia, salíme muy presto fuera y metíme por un camino que había un gran bosque, y andando por él cosa de una milla, topé una mujer de más de ochenta años, bruta salvaje, que llevaba cinco ú seis vacas á esconder en aquel bosque porque no se las tomasen los ingleses que habían venido á alojarse á su villaje, y como me vio paróse y reconocióme y díjome: "Tú España"; díjela por señas que sí, y que me había perdido en las naos. Empezó á dolerse mucho y á llorar, haciéndome señas que estaba cerca de su casa y que no fuese allá, porque había en él muchos enemigos, y que habían degollado muchos españoles; todo esto era tribulación y trabajo para mí, porque me via solo y mal tratado de un madero que casi me quebró las piernas en el agua.

Al fin con el aviso de la vieja me determiné tomar á la marina, donde estaban las naos perdidas tres dias habia, donde andaban muchas cuadrillas de gentes acarreando y llevando á sus chozas todos nuestros despojos. Yo no osaba descubrirme ni llegar á ellos, porque no me quitasen el pobre vestido de lienzo que acuestas traia ó me matasen, sino cuando veo venir dos pobres soldados españoles desnudos en carnes como nacieron, gritando y llamando á Dios que los ayudase. Traía el uno una mala herida en la cabeza, que le habían dado desnudándole. Llegáronse á mí, que los llamé donde estaba escondido, y contáronme las crueles muertes y castigos que habian hecho los ingleses á más de cien españoles que habían tomado. Con estas nuevas no faltaba tribulación; pero Dios me daba esfuerzo, y después de haberme encomendado á él y á su bendita Madre, dije á aquellos dos soldados: "Vamos allí á las naos, donde aquellas gentes andan robando; quizá hallaremos algo que comer ó beber", que cierto, me perecía de hambre, y yendo hacia allá empezamos á ver cuerpos muertos, que era gran dolor y compasión verlos, que los iba echando la mar fuera, y estaban por aquella arena tendidos más de cuatrocientos, entre los cuales conocimos algunos y al pobre de D. Diego Enriquez, al cual, con toda mi tristeza, no quise pasar sin enterrarle en un hoyo que hicimos á la orilla del agua, en la arena, y allí le metimos con otro Capitán muy honrado, grande mi amigo, y no se hubo bien enterrado cuando vinieron doscientos salvajes á nosotros á ver lo que hacíamos. Dijímosles por señas que metíamos allí aquellos hombres que eran nuestros hermanos porque no se los comiesen los cuervos, y luego nos apartamos y buscamos que comer por la marina, del vizcocho que la mar echaba fuera, sino cuando se llegan á mí cuatro salvajes á quitarme lo que tenía á cuestas vestido, y dolióse otro y los apartó viendo que me empezaban á tratar mal, y debía ser principal, porque le respetaban.

Éste, por la gracia de Dios, me hizo espaldas á mí y á los otros dos compañeros, y nos apartó de allí y fué buen rato en nuestra compañía, hasta que nos puso en un camino que se apartaba de la marina iba á un villaje donde él vivía, donde nos dijo le aguardásemos, que volvería presto y nos encaminaría para buena parte, y yendo con toda esta desdicha, por aquel camino había muchas piedras y no me podía menear ni echar paso adelanta, porque iba descalzo y muriendo de dolor de una pierna, que traia en ella una herida muy grande. Los pobres compañeros estaban en cueros y helados de frió, que le hacía muy grande, y no pudiendo vivir ni ampararme se fueron por el camino adelante, y yo me quedé allí pidiendo á Dios favor.

Ayudóme y empecé á andar poco á poco y llegué á un alto desde donde descubrí unas casillas de paja, y yendo hacia ellas por un valle, entré por un bosque, y á dos tiros de arcabuz que anduve por él, salió do detras de las peñas un salvaje viejo de más de setenta años y otros dos hombres mozos con sus armas, el uno inglés y el otro francés, y una moza de edad de veinte años, hermosísima por todo extremo, que todos iban hacia la marina á robar, y como me vieron pasar por entre los árboles, parten hacia mí y llega el inglés diciendo: "Rinde, poltrón español", y con deseo de matarme tírame una cuchillada, yo se la reparó con un palo que traía en la mano, y al fin me alcanzó y me desjarretó la pierna derecha; quísome asegundar, sino llegara el salvaje con su hija, que debía ser amiga de este inglés, y le respondí hiciese lo que quisiese de mí, pues la fortuna me había rendido y quitado las armas en la mar. Apartáronle de mí luego; el salvaje me empezó á desnudar hasta quitarme la camisa, y debajo della traia una, cadena de oro de valor de poco más de mil reales, y como la vieron, alegráronse mucho, y buscaron el jubón hilo por hilo, en el cual yo traía cuarenta y cinco escudos de oro, que me había mandado dar el Duque en la Coruña por dos pagas, y como el inglés vio que yo traía cadena y escudos, quísome tomar en prisión, diciendo que le ofreciese rescate. Yo dije que no tenía qué dar, que era un muy pobre soldado, y que aquello lo habia ganado en la nao. La moza dolióse mucho de ver el mal tratamiento que me hacían; rogóles me dejasen el vestido y no me hiciesen más mal. Tornáronse todos á su casiña del salvaje, y yo me quedé entre aquellos árboles desangrándome por la herida que el inglés me hizo.

Tórneme á vestir mi jubón y sayo, que la camisa también me la llevaron, y unas reliquias que yo llevaba de mucha estima en un habítillo de la Santísima Trinidad, que me habían dado en Lisboa; éstas tomó la dama salvaje, y se las puso al cuello, haciéndome señal que las quería guardar, diciéndome que era cristiana, y éralo como Mahoma, y enviáronme desde su choza un muchacho con un emplasto hecho de hierbas para que me pusiese en la herida, y manteca y leche y un pedazo de pan de avena que comiese. Cúreme y comí, y el muchacho se fué por el camino conmigo amostrándome por donde habia de ir y apartándome de un villaje que desde allí se veía, donde habían muerto muchos españoles y no escapaba ninguno que pudiesen coger á la mano. El hacerme este bien nació del francés, que habia sido soldado en la Tercera, que le pesó harto verme hacer tanto mal. Volviéndose el muchacho, me dijo que siempre caminase derecho á unas montañas, que parecían seis leguas de allí, detras cíe las cuales habia buenas tierras, que eran de un gran señor salvaje muy grande amigo del Rey de España, y que recogía y hacía bien á todos los españoles que á él se iban, y que habia en su villaje más de ochenta de los de las naos, que llegaron allí en cueros.

Con esta nueva tomé algún ánimo, y con mi palo en la mano empecé á caminar lo que pude, haciendo Norte de las montañas que el muchacho me habia dicho.

(continuará)